Todavía no eran las ocho y media. En menos de cinco
minutos podía recorrer caminando las cuatro cuadras de distancia que había
entre la parada del colectivo y la clínica y entrar casi media hora antes.
Igual, no voy a
salir media hora antes –pensó y decidió
hacer tiempo en la calle. Pero no supo cómo. La animación de unas cuadras atrás
que había visto por la ventanilla del colectivo, no existía en la avenida a la
altura en la que estaba ella.
Era el mismo lugar y la misma calle de todas las
mañanas y a la vez no lo era. Era la misma calle, pero una mañana de domingo.
El Normal estaba más inmóvil que de costumbre. El
edificio entero en silencio, irreconocible con el enorme portón de madera y los
postigos verdes que Zulma siempre veía abiertos de par en par, ahora cerrados.
Faltaba también Gertrudis barriendo la vereda de los departamentos junto a la
escuela y a unos metros Omar limpiando la vidriera de la librería. Al pie de la
persiana de la verdulería se juntaba una parva de hojas secas y el cartel
luminoso de cigarrillos bebidas del
kiosco de Pedro estaba apagado. En el balcón del departamento de don Eduardo,
la bandera blanca de Huracán ondeaba al viento, el blanco vuelto amarillo y las
esquinas sucias. Dos pisos más arriba, en el tercero, Adela todavía no había
sacado las plantas al balcón. Una radio estaba encendida en la garita de
entrada al estacionamiento, pero no se veía a nadie escuchándola. Detrás de los
vidrios de la concesionaria, los banderines de propaganda colgaban inmóviles.
Pensó en comprar unos caramelos y caminó una cuadra
sobre Corrientes buscando un kiosco abierto. Pero cuando llegó a la esquina se
dio cuenta de que no tenía ganas de comprar nada, que sólo quería retrasar la
llegada al trabajo.
Aunque la avenida estaba vacía, Zulma esperó a que
el semáforo cambiara para cruzarla. Antes de llegar a la vereda de enfrente una
ráfaga de viento helado la envolvió y se coló por entre un hueco que había
dejado descubierto la bufanda.
La calle está dormida, con los ojos cerrados -pensó Zulma. Como si fuera una persona. Y la idea la
divirtió, porque nunca se le había ocurrido que una calle pudiera dormir. Cuando lo llame a Camilo, se lo cuento.
La tercera vez que los dueños le propusieron
trabajar los domingos, Zulma tardó mucho más en responder. Si ella misma no lo
había pedido antes, era porque hacerlo le daba vergüenza. Pero ahora que
Valentina iba a estar sin trabajar durante meses, tenía que arreglarse sola.
Todos en la clínica conocían la situación de Zulma.
Incluso los jefes. Así que ella esperaba que en algún momento volvieran a
ofrecerle algunas horas los domingos. Y al mismo tiempo esperaba que no lo
hicieran, porque sabía que iba a estar obligada a aceptar por necesidad.
Entonces, durante semanas Zulma vivió por primera
vez en su vida la ansiedad y la contradicción que significaba esperar a que sus
patrones le ofrecieran algo que ella sabía que necesitaba, pero que quería
rechazar. Y cuando por fin la propuesta se concretó, tuvo el sabor de remedio y
a la vez de herida: algo iba a mejorar y algo iba a doler para siempre.
Cuando faltaba una cuadra para llegar se sintió sola
y se arrepintió de no haber aceptado que Camilo se quedara a dormir. De pronto,
le faltó la mano de él, su brazo y su pecho para contenerla, para detenerla,
para volver a decirle no vayás, nos
arreglamos. Si él hubiera caminado con ella esas cuadras, estaba segura de
que habrían regresado y le habría asegurado que todo iba a estar bien, que ya
iban a encontrar otra manera de solucionar las cosas. Es plata nomás, no lo vale –pensaba Zulma que él hubiera dicho. Y
ella hubiera creído y confiado en que de verdad no lo valía, que ya iban a
encontrar otra solución, que los domingos iban a seguir siendo de ella y de su
hija.
Pero la calle estaba vacía y en silencio y lo único
que la acompañaba era el viento que la empujaba hacia la clínica.
Si cambia el
viento, me vuelvo –pensó.
Pero el viento no cambió. Y Zulma continuó avanzando
la última cuadra que le quedaba con la mirada clavada en la vereda. Pensó en
Sabrina y en Valentina. Se mordió el labio pensando que ella, Zulma, era
responsable y que si le hubiera hablado más, si le hubiera contado todo lo que
pasó entre Alberto y ella, tal vez la historia no se hubiera vuelto a repetir.
Pensó en Valentina sufriendo, pensó en Sabrina sin padre. Al menos Alberto
había esperado a que naciera su hija. Sintió tanta rabia con el padre de su
nieta que no quería ni siquiera pensar en su nombre. Y sintió rabia con ella
misma, porque no había podido evitar que su hija recorriera el mismo camino que
la madre y la madre de la madre. Zulma pensó en su propia madre y en su padre, Pero no es lo mismo –pensó, porque él se
había muerto. Pensó en Sabrina, que nunca iba a saber de su padre porque él no
quería reconocerla. Y tuvo ganas de llorar al imaginar a Sabrina en ese mismo
momento, durmiendo su sueño de recién nacida, ajena a su madre, a su abuela y a
su bisabuela y ajena a todas las mujeres de su familia. Y entonces comprendió
que no sólo le dolía que fuera domingo y que ella tuviera que renunciar a su
único día de descanso. Le dolía también haber pasado por lo mismo que su madre
y que su abuela y que quién sabe cuántas más. Le dolía Valentina abandonada. Y
todo tenía gusto a derrota.
El viento continuó empujándola.
Cuando llegó a Castillo apuró el paso, miró hacia
ambos lados y cruzó. Hizo veinte metros más y se detuvo frente a la clínica. Se
dijo ya está, contuvo el aire y
levantó la mirada dispuesta a entrar.
Frente a ella había una casa.
No había puerta de vidrio, no había portero, no
estaba Tito el de seguridad, no estaba frente al edificio de tres pisos en el
que había trabajado los últimos veinticinco años. Lo que había era una casa,
planta baja, primer piso, ladrillo a la vista, puerta de madera, ventana con
celosías de listones de madera.
La mano que había subido buscando el timbre quedó
suspendida en el aire. Zulma miró la puerta y la dirección en números negros
sobre la placa blanca y vio que era la correcta. Pero la casa seguía en ese
lugar, donde ella había esperado encontrar la fachada de la clínica. Retrocedió
dos pasos, miró hacia arriba y vio el balcón de la casa. Dio un paso más hacia
atrás, hasta el cordón. En la entrada de la casa había un escalón. Ni la puerta
de vidrio de dos metros de ancho en la entrada principal de la clínica, ni los
tres escalones y la rampa para sillas de ruedas, ni el cantero y la mesa de
entradas con Tito dormitando del otro lado. Sólo la fachada de ladrillos a la
vista de la casa y la puerta de madera.
A la derecha, en lugar de la entrada para las
ambulancias comenzaba un edificio de departamentos. Ahí sí había un hombre de
seguridad dormido en una silla, pero ella no lo conocía. A la izquierda otra
casa, con mármol negro hasta la altura de las ventanas reemplazaba a la
inmobiliaria. A cada lado de la entrada no se veían los dos canteros con
plantas, pero sí un árbol de tilo, justo frente a la entrada de la casa.
Zulma giró muy despacio sobre sí misma. La
funeraria, el consultorio de Keller y la panadería no se veían. En su lugar, un
taller mecánico cerrado, enfrente y en diagonal a donde ella estaba parada.
Caminó hasta la esquina siguiente. La otra calle
tenía que ser Jufre. Lo era, entonces no se había pasado.
Regresó y volvió a pasar frente a la casa. La altura
era la correcta. Continuó hasta la esquina. Castillo.
El viento giró en todas direcciones y Zulma quedó en
el centro de un remolino que le revolvió el pelo y la ropa y agitó las hojas
del árbol de tilo durante un segundo. Luego dejó de soplar y todo quedó
inmóvil.
No puede ser. Estoy
loca. Si estuve el viernes –Zulma sintió que
el suelo vacilaba debajo de sus pies. Giró sobre sí misma y abrió los brazos
buscando algo de donde tomarse para no caer en mitad de la vereda. Pero el tilo
estaba lejos y sólo atinó a sentarse en el cordón, mirando hacia la calle.
Desapareció la
clínica, ¿qué hago?
Porque eran las nueve menos veinte y ella estaba
ahí. Repasó en su mente todo lo que había hecho esa mañana: despertarse,
desayunar, tomar el colectivo. Había llevado a cabo la rutina de todos los días
cuando tenía que entrar en la clínica a cumplir su turno.
Pero esa idea no la tranquilizó, porque aunque ella
hubiera cumplido, la clínica seguía faltando de su lugar. Y con ella todo lo
que había a su alrededor.
Los minutos pasaron y la calle continuó desierta.
Pensó en tocar el timbre de la casa que estaba en la dirección de su trabajo,
pero se arrepintió antes de hacerlo porque la casa no daba signos de movimiento
en su interior: las celosías seguían cerradas y las cortinas del primer piso
estaban corridas aún.
Tenía que preguntar qué había pasado con la clínica,
alguno de los vecinos debía saber. Miró a su alrededor, buscando una señal de
que en alguna de las casas sus habitantes estuvieran despiertos y no la
encontró.
Me tengo que calmar –se dijo, porque aunque estaba sentada sin
moverse, su cabeza iba de un lado a otro de la calle, como si buscara por
instinto un objeto que pudiera reconocer y en el cual hacer pie.
En diagonal y
enfrente a donde ella estaba sentada, en el taller mecánico de la esquina del
otro lado de Castillo, había un cartel de letras blancas sobre un fondo negro al
que le faltaba una esquina, como si alguien le hubiera dado un golpe. Anunciaba
que esa calle se llamaba Acevedo.
Como si no terminara
de convencerse, Zulma se puso de pie y entrecerró los ojos, para que la luz del
sol que se estaba haciendo más intensa no la hiciera equivocarse al leer.
Acevedo.
Le dio la espalda a
la calle y al cartel y caminó hasta la puerta de entrada de la casa de mármol
negro. Una placa blanca anunciaba en números y letras negras que esa calle era,
de hecho, Acevedo.
Me confundí de calle –se dijo, pero no lo creyó.
Caminó una cuadra sobre Castillo, con la mente en
blanco, haciendo fuerza por no pensar en nada, porque si había caminado por
Acevedo, la otra calle, la correcta, tenía que ser Gurruchaga. Llegó a la
esquina y ahí estaba Gurruchaga. Y la funeraria y el consultorio de Keller y la
panadería. Y la puerta de vidrio de la clínica y Tito dormido del otro lado de
la mesa de entradas.
Su reloj daba las nueve y cuarto.
¿Cómo me pude
equivocar de calle? –pensó. Y también
pensó en la cara de Camilo cuando se lo contara. Seguro que se va a reír.
—¡Qué raro que vos te pierdas así! Si hace una punta
de años que laburás ahí. ¿Y qué hiciste? ¿Entraste? –imaginó que él iba a
preguntarle.
El reloj dio las nueve y media y ella seguía sin
saber qué iba a contestarle a Camilo.