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domingo, 23 de marzo de 2014

24 de marzo

El cuervo, dice Poe, repetía una y otra vez Nunca Más. El poema lo conocen todos; una y otra vez, nevermore. Nuestro una y otra vez parece una vez cada año. Pero sólo lo parece, porque en Argentina podemos decir Nunca Más el 24 de marzo, y el 31 de enero, el 18 de setiembre, el 20 de diciembre, el 4 de abril, el 20 de octubre, el 16 de noviembre, el 9 de setiembre, el 26 de febrero, el 16 de noviembre. 



Hoy, otra vez, alguien muere dos veces.
Una
matado como quien escupe a un costado del camino
una palabra de más o
una palabra de menos
chasquido entre los dientes
que repica cuando toca el suelo
chasquido
de la lengua que junta saliva
de una boca que es un pozo oscuro sin bordes
una
como quien dice ya que estamos acá,
qué otra cosa se puede hacer
si para esto vinimos
una,
la primera,
que hace un muerto
la otra
tan muerto que está
qué se le va a hacer, todos miran hacia mañana
menos el muerto, que es molesto
que no mira más que el presente
y ni siquiera, si la verdad es que a penas ve
la otra
todo está donde debe estar
¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿quién?
no está, de ninguna forma, nunca y por nadie desaparecido,
y esa lógica no convence ni a las nubes bobas mansas
que acostumbran vestir la forma que les dicen que deben tener
pero igual, se miran de reojo entre sí y no se convencen
porque desde allá arriba sí que se ve
y ellas no vieron nada
porque la vista no les alcanza hasta las cuevas.

Hoy, otra vez, alguien muere dos veces,
La primera,
que hace un muerto
la segunda,
que hace una duda

y a esas no las mata nadie ¡qué contradicción!
ni el plomo ni la tela de algodón
ni el agua ni el fuego
ni la oscuridad ni la luz eléctrica
ni los gritos ni el silencio
no muere

la duda mata,
despacio,
todos los días

 un poco más

pero no muere
porque es duda, puntos suspensivos
paréntesis que abre y no cierra
(tal vez este suelo que piso, tal vez a esta hora, tal vez en este lugar, tal vez esta persona, tal vez después de esto, tal vez antes de aquello, tal vez porque no, tal vez porque sí, tal vez si no hubiera, tal vez mañana, tal vez si, tal vez con esta canción, tal vez este nombre, tal vez golpeando esta puerta, tal vez preguntando por acá, tal vez junto a las vías, tal vez él, tal vez ellos, tal vez este campo, tal vez esta bala, tal vez si no hubiera estado, tal vez esta llamada, 
y hasta el infinito de dolor
y hasta el infinito de preguntar
de buscar saber
de remover aun cuando moleste

porque no hay respuestas
para el muerto que vuelven a matar

hoy, otra vez

Pablo Minini, 23 de marzo 2014

sábado, 22 de marzo de 2014

Al tiempo

Cada tanto, algunos días se hacen más presentes que otros. Se hinchan de sucesos, de acontecimientos, de imágenes que parecía que no se iban a volver a repetir y sin embargo, acá están de vuelta. De gente que no pensábamos volver a ver y aparece por la ventana saludando con la mano en alto. Y se me da por pensar en el tiempo, no en el grande en el que piensan los que saben pensar con método. En el otro, cotidiano y pedestre, que todos vemos pasar; en ese tiempo que no se mide por relojes ni por segmentos mensurables. ¿Lo han vivido? Un diente nuevo que le sale a un bebé; la foto de alguien que usa una campera igualita a la que teníamos nosotros y que ahora nos parece de dos décadas atrás; la plaza de un pueblo que alguna vez visitamos y que hoy vemos llena de gente; un recorte de diario que encontramos en el fondo de un cajón y que no sabemos por qué conservamos. Ése tiempo. 


Miles de banderas
blancas, rojas, azules
verdes y amarillas
en las calles
cuelgan de las ventanas
y de los semáforos
flamean
y despiden al tiempo
que se va

discursos y papel picado
bandas de música
y un desfile
que atraviesa la ciudad
de oeste a este
para anunciar que el tiempo
se prepara para cruzar el río
y ya no volver jamás

coros de niños
y de ancianos
cantan al tiempo
y él, saluda con la mano
subido al barco
y dice
“adiós
ya no vuelvo
adiós”

mujeres voluptuosas
agitan sus pañuelos
y hombres de ceño fruncido
asienten resignados
con el sol de media tarde
que ilumina sus espaldas

el capitán del barco
orgulloso
conduce al tiempo
al otro lado del río
y le pide una foto,
de recuerdo,
del tiempo ido

y cuando el barco zarpa
los gobernantes y los edecanes
anuncian que ya no hay tiempo
que se terminó lo que se daba
y ya no se dará más
aunque lloren los relojeros
ya no hay vuelta atrás
que desde ahora no hay tiempo
y ya no hay ahora
y tampoco ya que valga

todos presentes

las banderas siguen flameando
los niños y los ancianos
cantando
las mujeres agitando
y los hombres asintiendo
el sol iluminando
y los gobernantes y los edecanes
anunciando
y los relojeros llorando

para siempre


todos presentes

Pablo Minini (digamos que en marzo de 2014)

miércoles, 19 de marzo de 2014

El Viejo que elige




Todos los hombres eligen el camino que recorren.

Es el título de una canción de Archie Roach, que muchos conocerán por
ser banda de sonido de la película El Rastro.
Y si ampliamos el título a todo género, suena aún más a declaración de
principios:
Todos los hombres y todas las
mujeres eligen el camino que recorren
.
Si uno lo dice en voz alta –hay que hacer la prueba– suena a verdad. Intenté
varias entonaciones y el resultado era el mismo siempre: una verdad que no
admite matices, una verdad que abarca a todos los que se refiere (hombres y
mujeres), una verdad de peso, una verdad que además suena bien.
¿Por qué me encontré con esta canción justo ahora? Como no creo en las
casualidades, me pongo a pensar un rato y me doy cuenta de que esa frase podría
haber sido el tema de muchas conversaciones que mantuve en el último tiempo.
Con distintas personas, que para mayor misterio, no se conocen entre sí.
¿Hipótesis? Que esa idea está en el aire, al menos entre la gente con
la que me muevo. Que las elecciones, los caminos, los hombres y las mujeres,
andan rondando el aire y las cabezas de las personas que dicen todos elegimos el camino que recorremos
y lo repiten.
No seré el único que ha escuchado esa frase. ¿Qué significa? Tal vez,
una afirmación de la personalidad, de la historia propia y de las decisiones en
la vida. El todos quizá significa yoyo
elijo el camino que recorro
. Mucho ha dicho el cristianismo (el libre
albedrío y demás, que por otro lado justifica las penas y los castigos, incomprensibles
de otra forma).
Y de pronto, como me atrapan siempre las imágenes, me vino a la memoria
el Viejo de los Papelitos. Yo lo
llamaba así, era viejo (muy muy viejo, para mis ocho años) y vivía en la estación
de trenes de mi pueblo.  Y lo recordé
como lo vi siempre: sentado en las veredas, con la espalda apoyada en la pared
de una casa o un negocio; sin importarle nada de nadie, sólo concentrado en los
montones de papeles que juntaba a su alrededor. ¿Para qué? Para cortarlos con
las manos en pequeños trocitos. Papeles de diarios, papeles de regalos viejos,
papeles de volantes de la vía pública, todo papel era útil si se podía cortar
con las manos.
Verlo por la mañana era saber que todo estaba en su lugar: la calle, la
estación, el Viejo de los Papelitos, todo en orden. Pero sólo por las mañanas.
Jamás lo vi después de las seis de la tarde. Nunca hablaba con nadie.
El Viejo era la muestra viviente de que la frase, tan cerrada y
absoluta y verdadera, tenía ribetes. Como si él dijera Bueno, todos elegimos el camino que recorremos, pero yo elijo no
recorrer ningún camino
.
Y nosotros, que íbamos y veníamos, que estábamos caminando o corriendo
o de rodillas hacia los horarios, los trabajos, las escuelas, las citas,
pasábamos por la estación y ahí estaba el Viejo, que no por viejo era menos
intemporal, cortando papelitos. Creo que hubiera cortado un billete de un
millón si lo hubiera tenido a mano, porque a él le valían más los trocitos de
papel que el papel entero, aún que el papel de banco.
Y ahora que lo pienso, ya que rompía con toda tranquilidad los diarios,
¿no hubiera destrozado también las páginas de un libro, papeles al fin y al
cabo? Una lástima para mí, pero sí, lo hubiera hecho.
Un día el Viejo de los Papelitos desapareció. No supe, creo que nadie
supo, hacia dónde encaró el rumbo, ni si fue él mismo el que decidió arrancar a
caminar o si fueron las circunstancias. Nunca crucé una palabra con él, lo
repito, pero fue la primera persona que me enseñó con su sola presencia que el
tiempo era relativo, que el tiempo de unos no era el tiempo de todos, Y que
caminos había muchos, aunque sólo fueran largos como un pedacito de papel.


Habrá seguido el destino que nos espera a todos, es lo más lógico. Pero
prefiero pensar que en él se hizo una excepción, que se convirtió en una idea,
o la imagen de una idea, y que anda por ahí, dando vueltas quién sabe por qué
cabezas que todavía lo recuerdan.
Entonces, esta entrada comenzó con Archie Roach y me dejé ir y hasta él llegamos

Imagen Enviada

lunes, 17 de marzo de 2014

Podés decirlo

Hoy tengo ganas de compartir una voz que es mía y a la vez, no. Porque me habita y la habito.  Digamos, que si esta voz estuviera acompañada de un nombre, bien podría ser Camila. Y siendo Camila, dice cosas a tono con las que se están armando acá y que a ella le salen como una especie de grito. Porque a Camila un hombre le dice algo que le pega en la cara, como si fuera una cachetada, pero que le duele hasta el hueso. Es largo, pero tiene la extensión de un grito; dura todo lo que dura el aire en sus pulmones


Podés decirlo.
Creo que sí. Que podés decirlo y pensarlo.
¿Qué importa si yo lo comparto o si no? Es tu forma de pensar.
Me hacés dudar, aunque casi te diría que no. Pero sólo si me preguntás.
Y yo no te creo, no creo que lo digas en serio, ¿por qué? porque no es pensando en mí que lo decís, porque no es verdad, no podés creer que sea verdad, no, no es fácil ser mujer, ¿por qué tendría que serlo? ¿por qué tendría que ser fácil o difícil ser mujer o ser hombre? porque lo decís mirándome y no a los ojos, porque lo querés hacer sonar fácil, pero no, porque si es así, decime vos cómo es, porque yo no tengo idea, y si es más fácil o mejor, no me di cuenta, o no todo el tiempo, a veces es fácil y a veces no, a veces ni te das cuenta de que sos mujer, ni me doy cuenta de que soy mujer, y otras veces sí, no puedo no pensar que soy mujer, y otras veces no sé lo que soy, como ahora que me mirás con cara de saber algo que yo no sé y como si fueras a explicármelo, por favor, a ver, explicame, pero no con esa cara de tipo que mira un mueble, o a un extranjero, esa cara de avivado superado, y por favor no me mires las tetas ni el culo cuando lo decís, como si me fueras a alquilar, como si vieras un cartel o un grabado a fuego en mi frente, porque entonces no sé si es más fácil ser mujer, porque entonces creo que es muy difícil ser mujer, es muy difícil ser mujer si mirás con esos ojos, y si me hablás como si sólo tuviera que escucharte, porque así me siento nada, ni mujer ni nada, una nada frente a vos, una circunstancia para que hables, para que digas lo que sabés y que yo tengo que escuchar como si no pudiera hacer otra cosa, como si ser mujer fuera sólo escucharte a vos y a cualquiera que dice que es hombre hablar sobre las mujeres y asentir, sí, asentir, vaivén de cabeza, cabeceo ambiguo, como si todo lo que hiciera para vos fuera un signo, un aceptar o un renegar, un sí o un no, y si es un no, agarrate, ¿sabés qué? a veces no es ni un sí ni un no, a veces es una pregunta, y ni siquiera, algo que no me puedo formular, algo que no tiene nombre ni palabras para ser dicho, algo que vas más allá de mí y que no puedo formular, ¿qué es ser mujer? ¿qué quiera acostarme con un tipo? ¿acostarme con vos? ¿y si no quiero? ni hoy ni nunca, ¿y si no busco que me protejan ni que me cuiden ni que me entiendan? ¿ni que me entiendas? porque no quiero lo mismo todo el tiempo, ¿o vos querés lo mismo todo el tiempo? yo no, y si vos querés lo mismo todo el tiempo, ojalá yo pudiera ser vos, porque yo no sé qué es lo que quiero, no sé hacia dónde tengo que salir corriendo, fijate vos, ya salió el correr, pero sí, salir corriendo, porque tengo que salir corriendo, siento eso, y vos debés sentir lo mismo, y no sos mujer, y si no lo sentís qué suerte la tuya, pero yo no la comparto, yo siento que tengo que correr todo el tiempo, y no sé si soy mujer o si soy hombre antes de dar el paso, siento que tengo que correr y dejarme correr, y correr corren los hombres y las mujeres, una mujer corre y un hombre corre, es lo mismo, ¿ves?, y no, y no es lo mismo, pero ahí estás vos diciendo que es más fácil ser mujer, con esa mirada de vaca, sí, vaca, porque el toro no mira, arremete, y si duda no te das cuenta, así que andá a contarle a otra persona si es más fácil ser mujer, o preguntátelo vos mismo, mirate al espejo un rato y decítelo vos, hasta que te lo creas, hasta que te lo metas bien en la cabeza, grabátelo, bien adentro, así no se te olvida, ¿y por qué tengo que decirte todo esto? ¿por qué tengo que perder mi tiempo en responderte a vos, que sólo estás esperando que me de vuelta para verme tranquilo, sin mi voz ni mis ojos que te miran directo a la cara, para poder hablarle a tus amigos y decirles esas estupideces que vos les decís cuando las mujeres te dejan de mirar a los ojos, porque ésa es la verdad, te dan miedo mis ojos, porque te hacen acordar a quién sabe quién, te dan miedo y no querés, por eso decís lo que decís, por eso decís que es más fácil ser mujer, porque pensás que siendo mujer podés dar miedo y no sentirlo, pero no es así, te desengaño, porque yo también siento miedo, y algo en el pecho que me dice que todo va a terminar siempre mal cuando me mirás y me hablás, como si supieras algo que yo no sé, pero no es miedo, no, es aburrimiento, miedo al aburrimiento, a que me maten de aburrimiento, vos y todos los que saben, los que saben y dicen en voz alta lo que saben aunque nadie se los haya preguntado, pero el temor no me dura todo el tiempo, nada dura todo el tiempo, a menos que seas un cretino arrogante, nada dura todo el tiempo, ni ser mujer, ni ser hombre, ni ser nada, ni tener un cuerpo dura todo el tiempo, porque a veces tengo un cuerpo que hace ruido en todo momento, y que me duele por todas partes, sí, por todas partes, y a veces no, a veces no me duele nada, y está en silencio, tan en silencio que tengo que largarme a correr, otra vez correr, sí, correr para no olvidarme de que estoy viva, y no por miedo, correr para saber que el cuerpo está y no se me oxida, que no es un montón de grasa y carne y piel y uñas que se me oxidan, se me empastan, y entonces me largo, porque a veces sí lo siento, y bien que lo siento, pero eso a vos no te importa, lo único que te interesa es que te mire y te reconozca a vos como lo que querés que te digan que sos, y que te tranquilice y te diga que todo va a estar bien y que no tenés que tener miedo, y que sobre todo no te mire mal, que no te mire mal ni demasiado, porque los ojos y las miradas son tu patrimonio, pero cuidado si yo miro mucho, que no me la crea, que hay quien mira y quien se deja mirar, y el que mira no se deja mirar, eso ya tendría que saberlo, bueno, no lo sé, no me lo enseñaron, y si me lo enseñaron, no lo acepto, porque no quiero ser lo que se mira todo el tiempo, ahora quiero ser yo la que mira, ¡bailá para mí! ¡hace tu gracia para mí! para mí sola, que voy a estar mirando hasta que me aburra y hasta que los ojos hayan comido lo suficiente, sí, a vos te voy a comer con los ojos, a vos y a todo lo que tenga ganas de comer, ¿o no puedo tener hambre yo? ¿o no puedo irme por los ojos? ¿o por que a vos te molesta y te duele que te mire así como miro yo tengo que guardarme los ojos en mi mesita de luz, al lado de las flores secas que seguro creés que tengo guardadas, junto a las cartas de mis novios que me sedujeron y me abandonaron?, pero no, no tengo ni flores ni cartas ni novios que me hayan abandonado, y tampoco abandoné a ninguno, se fueron o me fui, y así es siempre, nadie abandona, se va y listo, ¿por qué la manía de andar buscando culpables? Y miro como miro, como me sale mirar, y digo lo que sale. Pero si lo pensara mejor quizá no lo diría, porque no conviene.
Porque sería como andar con el corazón en la mano.
Y eso no es lo mejor que se puede hacer.
Frente a un tipo como vos.
Sí.
Como vos. 

miércoles, 12 de marzo de 2014

Lo que se escribe en las paredes

Hoy recordé que hace tiempo escribí algo que salió en verso (casi todo) y de inmediato recordé el día que lo inspiró y lo que pasó ese día: 8 de abril de 2003, frente a las puertas de una fábrica tomada, Brukman. Fue acontecimiento para mí y, lo que es más importante, para muchas otras personas, porque esa fecha fuimos, al menos por un tiempo, una comunidad, un grupo. Quizás hermanados por la violencia de esa tarde, quizás unidos por la esperanza de lo que podía pasar después y por las horas que siguieron. ¿Por qué hoy vino ese texto y esa memoria atrás? No puedo decirlo. Tal vez en algún momento se haga la relación, o tal vez alguien la haga por mí. Sí es así, que me avise. 


camino. Otra vez el cielo sobre mí. Buscando la pared más grande y más blanca que haya en la ciudad. Porque ya encontré una, pero es la pared de la cárcel. En esa no voy a escribirte. Y cuando la encuentre, te voy a decir

ahora que me das la espalda aunque no te lo pido y apoyo mi mejilla en tu piel que está caliente y mojada
ahora que el cielo es todo lo que nos mira y que desde todos los años nos estaba esperando este día y tu espalda y mi cara contra ella
ahora sólo existe ahora
ahora nos separamos
pero antes veo tus ojos y me ves
el humo se vuelve niebla
y trato de alcanzarte y te arrastran
y me arrastran
manos me toman de los hombros y de los brazos
y me las saco de encima
sólo veo tus ojos en la niebla hasta que se pierden
y te sigo hasta donde creo que estás
todo es niebla
pasan corriendo gente y no gente
que grita y llora y pega e insulta
y más niebla que hace arder los ojos y la garganta
todo es la calle porque no se ven más los edificios
ni los cordones de la vereda
y se me ocurre que quiero cubrirte los ojos para que no ardan
y es gris el suelo y todo alrededor
el humo me llena los ojos
pero si lloro no es por el humo
sino porque no te encuentro
te llamo a los gritos
pero no sé tu nombre
y sé que no es el momento de buscarte
pero qué otra cosa puedo hacer
y camino y siento los golpes en la espalda
y corro y creo que corro en círculos
me libero de bastones y manos como se espantan las moscas
pero de una mano no me libero
volver a encontrarte es reencontrarte porque te conozco desde siempre y desde siempre sos unos versos que sólo una vez leí
noches sin fin y mañanas de dulce alegría
tus ojos me miran y la niebla se disipa entre nosotros
deberíamos correr pero no podemos
me gustaría sacarte de la calle y llevarte lejos
pero vos sabés,
todos los lugares son el mismo en la niebla
entonces no corremos
y ya aparecen manos y bastones
y sé que sólo puedo hacer una cosa
como puedo acerco mi boca y te quiero decir
te digo noches sin fin
y nos alejan pero nos acercamos una vez más
y me decís dulce alegría
los dos recordamos mal los mismos versos viejos y pueriles
pero son los mismos y son nuestros entonces
tu mano se va y se van tus ojos y tu espalda
me voy
todo es niebla otra vez
ahora estoy solo entre tanto no ver nada
me arrastran sé muy bien  que me arrastran lejos de vos
que hacia donde me llevan vos no estás
o no quiero que estés
ahora que sólo puedo no ver colores
ni mis pies veo, así en el aire me llevan
grito que sólo quiero volver a verte
nadie me responde
o me responden, pero no sos vos
entonces como si nada
antes de que me encierren se abre el cielo y puedo ver el sol
habrá preguntas y cielo de grises. Pero eso era el futuro
ahora, sé que tuve y que perdí
que sólo tengo tus ojos y tu espalda y a vos que te llevan
hasta que te encuentre, sólo vivo el presente
ahora busco una pared donde escribirte, sólo a vos
porque sólo los que están buscando a alguien leen lo que está escrito en las paredes blancas
ahora que el sol está bien alto y no nos están reservadas las noches sin fin ni las mañanas de dulce alegría. Ahora busco una pared donde escribirte, sólo a vos.

Porque ya nadie lee lo que está escrito en las paredes

lunes, 10 de marzo de 2014

Fantasía

Dicen que cuando uno come algo pesado y se va a dormir de inmediato, sueña con caídas, con pesadez, con obstáculos. Si uno escucha jazz antes de dormir pasa lo mismo: sueña con armas de fuego, con robos y con ciudades trilladas de otros países.

No es lo que hacés


—What da fuck? –dijo Gene cuando encendió la radio. Miró el dial para comprobar si no se trataba de un error. Pero no. Era la primera sorpresa.
La estación era la radio de Londres, pero lo que estaba escuchando era la orquesta de Jimmy Lunceford.
Nunca había escuchado buena música en radio Londres. Siempre había música de blancos. Pero lo que estaban emitiendo en ese momento hacía muchos años que no lo oía. Quizá fuera alguna introducción que usaban los blancos para esa música nueva, que tomaban el impulso del blues o del jazz, para luego virar a las cadencias anodinas que no iban hacia ningún lado ni le hablaban a nadie.
Pero la voz de Trummy Young le confirmó que lo que estaba escuchando era lo que le había parecido desde un comienzo.
T´ain´t what´cha do, it´s the way how´cha do it.
—Damn me, they´re learnin´, laud –y se sintió feliz de que por fin hubiera algo de justicia en el mundo y los ingleses reconocieran lo que era la verdadera música.
Durante los casi tres minutos que Lunceford y Sy Oliver manejaban las trompetas, los trombones, los saxos, el piano de Wilcox, la guitarra de Norris y el bajo de Allen, los clarinetes y la batería de Crawford, Gene no dejó en ningún momento de marcar el tempo con los dedos índice, como si fuera él mismo quien dirigiera a todos esos que el había admirado cuando era niño.
T´ain´t what cha do. Tell them, Willie, tell them what´s just fine! –dijo cuando Willie Smith atacaba con el solo de saxo–. No, it don´t mean a thing. It´s the time and the place!
Mientras cantaba recorría la habitación, para cerciorarse de que no estaba olvidando nada. Ya había guardado el dinero en el bolso y había quemado los documentos. Del primer cajón de la mesa de luz sacó el revólver y se lo colgó del cinturón. Clyde tenía que llegar en cualquier momento. En una hora iban a estar fuera de la ciudad y Evans no iba a poder encontrarlos jamás.
Sonrió con el solo de Jimmy Crawford que anunciaba la última vuelta antes del final.
—Good old fuckin´ times. Evans, go fuck yourself! –gritó cuando la radio quedó en silencio. Se sentía feliz y con toda la confianza del mundo. Ya era casi la hora en que habían convenido con Clyde para encontrarse frente al edificio. Así que fue hasta el aparato dispuesto a apagarlo. Pero la segunda sorpresa del día lo detuvo.
Después del piano de Duke, atacó la trompeta de Armstrong. Y de nuevo el Duke. Barney Bigard saltaba de repente con su clarinete y le daba paso a Armstrong, que se comía la escena.
Gene se quedó congelado frente al aparato, mirándolo sin comprender. Parecía que los ingleses no sólo habían aprendido lo que era la buena música, sino que habían decidido volverse negros.
Black and tan fantasy continuó desgarrándose en el aire. Y aunque con seguridad Clyde ya estaría esperándolo en la entrada del edificio, mirando nervioso por el espejo retrovisor del auto, Gene no podía evitar que su cabeza marcara el ritmo sencillo que Danny Barcelona creaba con la batería.
Pero no era Danny el que tenía atrapado a Gene. Era el bajo de Mort Herbert. Gene pensaba que aunque no se supiera nada de música o estuviera sordo de ambos oídos, era imposible perderse cuando Morty hacía lo suyo con el bajo. Recordó aquella vez en que lo vio salir del cine de la calle Elm. Mort Herbert ya era viejo, pero uno sólo tenía que mirar con un poco de atención sus manos para darse cuenta de que de ahí sólo podían salir cosas bellas. Y sólidas. Como esa tremenda pared de sonido que estaba construyendo y sosteniendo casi él solo para Sachtmo, para Duke y para Young.
Uno podía cerrar los ojos y perderse, como hizo Gene. Dejarse llevar de un lado a otro envuelto en las notas, olvidándose de las horas y los minutos, sólo siguiendo el ritmo y la cadencia.
“Men! Young again!”, pensó de pronto. Trummy Young volvía a aparecer. Pero ahora no cantaba, se limitaba al trombón. Con toda la precisión y la fuerza que sólo Trummy podía demostrar. Sin pisar a Armstrong, dejándolo hacer lo suyo. El único momento en que se lo escuchaba con más nitidez era al final, cuando toda la banda tocaba la marcha fúnebre.
De repente, Gene volvió en sí.
—Fuck me! –dijo abriendo los ojos. Fantasía en negro y canela terminaba con la marcha fúnebre. Y después de la marcha fúnebre, sólo hubo estática en la radio. Durante un segundo contuvo la respiración y dudó si llevar la mano hacia el aparato y apagarlo o llevar la mano hacia su cinturón y tomar el revólver.
Aún dudaba cuando la puerta se abrió y Evans apareció con dos hombres a sus espaldas. La tercera sorpresa del día fueron dos disparos.

Y luego todo se oscureció para Gene. 

domingo, 9 de marzo de 2014

Zulma continúa

Continúa la mañana de Zulma (el comienzo, en la entrada anterior)

Todavía no eran las ocho y media. En menos de cinco minutos podía recorrer caminando las cuatro cuadras de distancia que había entre la parada del colectivo y la clínica y entrar casi media hora antes.
Igual, no voy a salir media hora antes –pensó y decidió hacer tiempo en la calle. Pero no supo cómo. La animación de unas cuadras atrás que había visto por la ventanilla del colectivo, no existía en la avenida a la altura en la que estaba ella.
Era el mismo lugar y la misma calle de todas las mañanas y a la vez no lo era. Era la misma calle, pero una mañana de domingo.
El Normal estaba más inmóvil que de costumbre. El edificio entero en silencio, irreconocible con el enorme portón de madera y los postigos verdes que Zulma siempre veía abiertos de par en par, ahora cerrados. Faltaba también Gertrudis barriendo la vereda de los departamentos junto a la escuela y a unos metros Omar limpiando la vidriera de la librería. Al pie de la persiana de la verdulería se juntaba una parva de hojas secas y el cartel luminoso de cigarrillos bebidas del kiosco de Pedro estaba apagado. En el balcón del departamento de don Eduardo, la bandera blanca de Huracán ondeaba al viento, el blanco vuelto amarillo y las esquinas sucias. Dos pisos más arriba, en el tercero, Adela todavía no había sacado las plantas al balcón. Una radio estaba encendida en la garita de entrada al estacionamiento, pero no se veía a nadie escuchándola. Detrás de los vidrios de la concesionaria, los banderines de propaganda colgaban inmóviles.
Pensó en comprar unos caramelos y caminó una cuadra sobre Corrientes buscando un kiosco abierto. Pero cuando llegó a la esquina se dio cuenta de que no tenía ganas de comprar nada, que sólo quería retrasar la llegada al trabajo.
Aunque la avenida estaba vacía, Zulma esperó a que el semáforo cambiara para cruzarla. Antes de llegar a la vereda de enfrente una ráfaga de viento helado la envolvió y se coló por entre un hueco que había dejado descubierto la bufanda.
            La calle está dormida, con los ojos cerrados -pensó Zulma. Como si fuera una persona. Y la idea la divirtió, porque nunca se le había ocurrido que una calle pudiera dormir. Cuando lo llame a Camilo, se lo cuento.

La tercera vez que los dueños le propusieron trabajar los domingos, Zulma tardó mucho más en responder. Si ella misma no lo había pedido antes, era porque hacerlo le daba vergüenza. Pero ahora que Valentina iba a estar sin trabajar durante meses, tenía que arreglarse sola.
Todos en la clínica conocían la situación de Zulma. Incluso los jefes. Así que ella esperaba que en algún momento volvieran a ofrecerle algunas horas los domingos. Y al mismo tiempo esperaba que no lo hicieran, porque sabía que iba a estar obligada a aceptar por necesidad.
Entonces, durante semanas Zulma vivió por primera vez en su vida la ansiedad y la contradicción que significaba esperar a que sus patrones le ofrecieran algo que ella sabía que necesitaba, pero que quería rechazar. Y cuando por fin la propuesta se concretó, tuvo el sabor de remedio y a la vez de herida: algo iba a mejorar y algo iba a doler para siempre.

Cuando faltaba una cuadra para llegar se sintió sola y se arrepintió de no haber aceptado que Camilo se quedara a dormir. De pronto, le faltó la mano de él, su brazo y su pecho para contenerla, para detenerla, para volver a decirle no vayás, nos arreglamos. Si él hubiera caminado con ella esas cuadras, estaba segura de que habrían regresado y le habría asegurado que todo iba a estar bien, que ya iban a encontrar otra manera de solucionar las cosas. Es plata nomás, no lo vale –pensaba Zulma que él hubiera dicho. Y ella hubiera creído y confiado en que de verdad no lo valía, que ya iban a encontrar otra solución, que los domingos iban a seguir siendo de ella y de su hija.
Pero la calle estaba vacía y en silencio y lo único que la acompañaba era el viento que la empujaba hacia la clínica.
Si cambia el viento, me vuelvo –pensó.
Pero el viento no cambió. Y Zulma continuó avanzando la última cuadra que le quedaba con la mirada clavada en la vereda. Pensó en Sabrina y en Valentina. Se mordió el labio pensando que ella, Zulma, era responsable y que si le hubiera hablado más, si le hubiera contado todo lo que pasó entre Alberto y ella, tal vez la historia no se hubiera vuelto a repetir. Pensó en Valentina sufriendo, pensó en Sabrina sin padre. Al menos Alberto había esperado a que naciera su hija. Sintió tanta rabia con el padre de su nieta que no quería ni siquiera pensar en su nombre. Y sintió rabia con ella misma, porque no había podido evitar que su hija recorriera el mismo camino que la madre y la madre de la madre. Zulma pensó en su propia madre y en su padre, Pero no es lo mismo –pensó, porque él se había muerto. Pensó en Sabrina, que nunca iba a saber de su padre porque él no quería reconocerla. Y tuvo ganas de llorar al imaginar a Sabrina en ese mismo momento, durmiendo su sueño de recién nacida, ajena a su madre, a su abuela y a su bisabuela y ajena a todas las mujeres de su familia. Y entonces comprendió que no sólo le dolía que fuera domingo y que ella tuviera que renunciar a su único día de descanso. Le dolía también haber pasado por lo mismo que su madre y que su abuela y que quién sabe cuántas más. Le dolía Valentina abandonada. Y todo tenía gusto a derrota.

El viento continuó empujándola.

Cuando llegó a Castillo apuró el paso, miró hacia ambos lados y cruzó. Hizo veinte metros más y se detuvo frente a la clínica. Se dijo ya está, contuvo el aire y levantó la mirada dispuesta a entrar.
Frente a ella había una casa.
No había puerta de vidrio, no había portero, no estaba Tito el de seguridad, no estaba frente al edificio de tres pisos en el que había trabajado los últimos veinticinco años. Lo que había era una casa, planta baja, primer piso, ladrillo a la vista, puerta de madera, ventana con celosías de listones de madera.
La mano que había subido buscando el timbre quedó suspendida en el aire. Zulma miró la puerta y la dirección en números negros sobre la placa blanca y vio que era la correcta. Pero la casa seguía en ese lugar, donde ella había esperado encontrar la fachada de la clínica. Retrocedió dos pasos, miró hacia arriba y vio el balcón de la casa. Dio un paso más hacia atrás, hasta el cordón. En la entrada de la casa había un escalón. Ni la puerta de vidrio de dos metros de ancho en la entrada principal de la clínica, ni los tres escalones y la rampa para sillas de ruedas, ni el cantero y la mesa de entradas con Tito dormitando del otro lado. Sólo la fachada de ladrillos a la vista de la casa y la puerta de madera.
A la derecha, en lugar de la entrada para las ambulancias comenzaba un edificio de departamentos. Ahí sí había un hombre de seguridad dormido en una silla, pero ella no lo conocía. A la izquierda otra casa, con mármol negro hasta la altura de las ventanas reemplazaba a la inmobiliaria. A cada lado de la entrada no se veían los dos canteros con plantas, pero sí un árbol de tilo, justo frente a la entrada de la casa.
Zulma giró muy despacio sobre sí misma. La funeraria, el consultorio de Keller y la panadería no se veían. En su lugar, un taller mecánico cerrado, enfrente y en diagonal a donde ella estaba parada.
Caminó hasta la esquina siguiente. La otra calle tenía que ser Jufre. Lo era, entonces no se había pasado.
Regresó y volvió a pasar frente a la casa. La altura era la correcta. Continuó hasta la esquina. Castillo.
El viento giró en todas direcciones y Zulma quedó en el centro de un remolino que le revolvió el pelo y la ropa y agitó las hojas del árbol de tilo durante un segundo. Luego dejó de soplar y todo quedó inmóvil.
No puede ser. Estoy loca. Si estuve el viernes –Zulma sintió que el suelo vacilaba debajo de sus pies. Giró sobre sí misma y abrió los brazos buscando algo de donde tomarse para no caer en mitad de la vereda. Pero el tilo estaba lejos y sólo atinó a sentarse en el cordón, mirando hacia la calle.
Desapareció la clínica, ¿qué hago?
Porque eran las nueve menos veinte y ella estaba ahí. Repasó en su mente todo lo que había hecho esa mañana: despertarse, desayunar, tomar el colectivo. Había llevado a cabo la rutina de todos los días cuando tenía que entrar en la clínica a cumplir su turno.
Pero esa idea no la tranquilizó, porque aunque ella hubiera cumplido, la clínica seguía faltando de su lugar. Y con ella todo lo que había a su alrededor.
Los minutos pasaron y la calle continuó desierta. Pensó en tocar el timbre de la casa que estaba en la dirección de su trabajo, pero se arrepintió antes de hacerlo porque la casa no daba signos de movimiento en su interior: las celosías seguían cerradas y las cortinas del primer piso estaban corridas aún.
Tenía que preguntar qué había pasado con la clínica, alguno de los vecinos debía saber. Miró a su alrededor, buscando una señal de que en alguna de las casas sus habitantes estuvieran despiertos y no la encontró.
            Me tengo que calmar –se dijo, porque aunque estaba sentada sin moverse, su cabeza iba de un lado a otro de la calle, como si buscara por instinto un objeto que pudiera reconocer y en el cual hacer pie.
            En diagonal y enfrente a donde ella estaba sentada, en el taller mecánico de la esquina del otro lado de Castillo, había un cartel de letras blancas sobre un fondo negro al que le faltaba una esquina, como si alguien le hubiera dado un golpe. Anunciaba que esa calle se llamaba Acevedo.
            Como si no terminara de convencerse, Zulma se puso de pie y entrecerró los ojos, para que la luz del sol que se estaba haciendo más intensa no la hiciera equivocarse al leer.
            Acevedo.
            Le dio la espalda a la calle y al cartel y caminó hasta la puerta de entrada de la casa de mármol negro. Una placa blanca anunciaba en números y letras negras que esa calle era, de hecho, Acevedo.
            Me confundí de calle –se dijo, pero no lo creyó.
Caminó una cuadra sobre Castillo, con la mente en blanco, haciendo fuerza por no pensar en nada, porque si había caminado por Acevedo, la otra calle, la correcta, tenía que ser Gurruchaga. Llegó a la esquina y ahí estaba Gurruchaga. Y la funeraria y el consultorio de Keller y la panadería. Y la puerta de vidrio de la clínica y Tito dormido del otro lado de la mesa de entradas.
Su reloj daba las nueve y cuarto.
¿Cómo me pude equivocar de calle? –pensó. Y también pensó en la cara de Camilo cuando se lo contara. Seguro que se va a reír.
—¡Qué raro que vos te pierdas así! Si hace una punta de años que laburás ahí. ¿Y qué hiciste? ¿Entraste? –imaginó que él iba a preguntarle.

El reloj dio las nueve y media y ella seguía sin saber qué iba a contestarle a Camilo. 

sábado, 8 de marzo de 2014

Zulma

Me permite acompañarla desde hace un tiempo. Ya nos conocemos, aunque creo que más la conozco a ella de lo que ella se interesa por mí. Y hace bien, porque tiene otras cosas en las que ocuparse. Por ejemplo en vivir, en su hija, en su nieta. Ella decidió que lo mejor es contar esa mañana por partes, porque de esa forma siente que es más ajustada la fractura que vivió, menos ficcional y por eso, más tranquilo para ella. Entonces, Zulma:


Debía entrar en la clínica a las nueve de la mañana, pero era su primer domingo y no quería llegar tarde. Abrió los ojos a las cuatro, dos horas antes de que sonara el despertador. Se removió en la cama durante un rato, trató de volver a dormir y no lo consiguió. A las seis en punto salió de la cama.
Llamame cuando te levantes –había sido la tercera oferta de Camilo. Y aunque fue lo primero en lo que pensó al abrir los ojos, decidió esperar hasta las diez, por lo menos.
Si querés, me quedo a dormir y te preparo unos mates –había sido la segunda oferta de Camilo. Mientras ponía la pava al fuego trataba de recordar por qué no había aceptado. Pero no lo logró de inmediato.
Le hubiera dicho que sí. Si total –pensó Zulma. Significaba: si total tantas veces se había quedado antes y tantas veces habían dormido juntos y tantas mañanas él se había despertado más temprano para preparar los mates y comprar las facturas. Tantas mañanas él había dejado todo listo para que ella sólo tuviera que despertarse, desayunar y salir a trabajar. Cualquier día de la semana, menos los domingos.
Y otras tantas veces ella volvía a la noche y él la esperaba con la comida lista y ella se preguntaba de ¿dónde sacará la energía? Le gustaba que él se despertara antes, que la acompañara al trabajo, que fuera a la carpintería y que al terminar el día la esperara en su casa, la de ella, con la comida lista.
Como si fuera un chico –pensó Zulma. Como si me estuviera festejando un chico.
Recordó entonces que se había negado a que Camilo durmiera esa noche con ella porque era suficiente vivir la derrota de estar obligada a trabajar un domingo como para además tenerlo a él de testigo.
No vayás. Yo te doy la plata, no te hagás problema. Nos arreglamos –Pero ella sabía que yo te doy la plata significaba para Camilo recortar gastos de algún otro lado o trabajar él mismo los domingos, porque dinero no era lo que le sobraba.
¡Qué me voy a quedar tranquila si vos me das plata! A mí no me mantuvieron nunca, ¿voy a empezar ahora? –fue toda su respuesta entonces.
Y hubiera respondido lo mismo esa mañana, mientras se sentaba a desayunar junto al fuego de la hornalla. Porque Valentina era su hija y Sabrina era su nieta, no de Camilo. Y creía que si el marido y padre se había borrado, era una cuestión de Valentina y de ella, de Zulma, que la había criado. Y creía también que si el marido y abuelo también se había borrado, era una cuestión de Zulma, que lo había elegido.
Por el pudor que hubiera experimentado y también porque consideraba que no era justo, decidió que Camilo no debía darle dinero.
¡Qué querés con la justicia! Aceptámelo como un regalo.
Pero Zulma no cedió.

La noche anterior había calculado que debía salir de su casa a las siete y media porque los domingos el diecinueve pasa con menos frecuencia que durante la semana.

La primera vez que los dueños de la clínica le ofrecieron trabajar los domingos, hacía ya muchos años, ella se había negado de plano. Y si bien no se les rió en la cara, al salir del despacho no pudo reprimir una sonrisa. En esa ocasión las horas extras que se pagaban el doble no le valían lo suficiente como para alejarse lo justo y necesario de su bebé recién nacida. Entre ella y Alberto se podían arreglar muy bien si no se excedían en los gastos.

Con campera y dos vueltas de bufanda, Zulma salió de su casa camino a la parada del colectivo cuando aún no había terminado de amanecer.
Hace más frío cuando no hay nadie en la calle. 
            Cinco minutos después, subía al colectivo.
Tendría que haberme traído guantes, pensó Zulma al tocar el pasamanos que estaba helado. Sólo viajaban un hombre dormido en el asiento del fondo y el chofer, que estaba tan envuelto en abrigo como ella.
            —Buen día –dijo el chofer.
            —Buen día –respondió ella.
            —Ta fresquito, ¿eh?
            Zulma había viajado en colectivo incontables veces, como cualquiera que viviera en la ciudad. Pero hacía muchos años que había recibido el último saludo matutino de parte de un chofer de colectivos. Hasta recordaba quién había sido: un chofer de la línea sesenta, amigo de Alberto y al que ella había visto en algunas oportunidades. Era un conocido y no le extrañó que la saludara. Pero a éste hombre no lo recordaba. Era una sorpresa y por eso tardó en contestar.
            —Y bué. Es invierno, ¿no? Tiene que hacer frío –continuó el chofer.
            —Y sí –dijo ella.
            —Cuando salga el solcito se va a poner lindo. Está despejado.
            Ella sacó el boleto y se sentó en el primer asiento junto a la puerta. Siempre viajaba en la mitad del colectivo, pero notó que el chofer tenía ganas de conversar y no quiso parecer mal educada. Se hundió en el asiento y se cruzó de brazos para cerrarse el abrigo lo todo cuanto fuera posible.
—Taba lindo para quedarse en la cama debajo de las cobijas, ¿no? –el chofer le sonrió a través del espejo retrovisor.
La primera impresión de Zulma fue de alerta. ¿Qué habla de cobijas y camas, éste? Pero el hombre continuaba sonriendo y no esperó a que ella contestara.
Hablaron del tiempo, de la plata que no alcanza para llegar a fin de mes, de los dos hijos del hombre y de Valentina. En el fondo del colectivo, el otro pasajero continuaba dormido.
—Aquel se llama Barcino, como los gatos –dijo el chofer–. Hace años que viajamos juntos. Tiene un franco por semana, así que nos cruzamos casi todos los días. Los domingos viene dormido. Le podés gritar que ni te contesta. ¡Eh! ¡José!
El hombre del fondo siguió sin inmutarse.
—¿Vio? ¡Una piedra! Que duerma.
Ella viajaba hacia su trabajo y también Barcino. El chofer ya estaba trabajando. Zulma miró por la ventanilla. Las calles que cruzaban todavía estaban desiertas, pero en la avenida había algo de tráfico y vida. En una esquina una panadería abría sus puertas. Junto al colectivo marchaban taxis, otros colectivos y dentro de ellos gente arropada como Zulma, dormidos como Barcino o bien despiertos como el chofer. A ella se le ocurrió que algunos estarían volviendo a sus casas después de una noche de fiesta o de paseo. Pero había muchos otros que no volvían de ningún festejo. Trabajaban.
De pronto Zulma tuvo la sensación de pertenecer a un grupo, una hermandad de personas que trabajaban y que enfrentaban al frío, a la noche y dejaban atrás la comodidad de sus casas y a sus familias. Obligados por el dinero y por los que lo tenían. Y tuvo un sentimiento mezcla de orgullo y de heroicidad que no tuvo tiempo de disfrutar, porque casi al instante dio lugar a una sensación de bronca que le atravesó la garganta.

La segunda vez que los dueños le ofrecieron trabajar los domingos, ella pidió unos días para pensarlo. En concreto, se comprometió a contestar al día siguiente. Porque cada vez era más difícil encontrar a Alberto y cuando eso sucedía, siempre ponía alguna excusa para justificar el poco dinero que le daba. Cuando daba algo. Así que Zulma sabía que tarde o temprano Alberto iba a desaparecer del todo para dedicarse a su familia nueva y ella iba a estar obligada a mantenerse sola. Al menos hasta que Valentina terminara el colegio y pudiera empezar a trabajar. Si esa vez acabó por rechazar el ofrecimiento, fue porque confiaba en que de alguna manera iba a arreglarse por sus medios y porque los domingos eran el único día entero que tenía para descansar y estar en su casa.

—¡Qué cochina la plata!
Sin darse cuenta, Zulma había dicho eso en voz alta.
—Y más cochina cuando hace falta, ¿no? –dijo el chofer–. El otro día vi en la televisión una entrevista a un tipo, un profesor o algo. Que decía que se podía vivir sin plata, que no hacía falta. Pero seguro que él hablaba porque le sobraba la guita. Si no, no iba aparecer en la televisión.
Zulma pensó en Camilo, discutiendo en voz alta con la gente que aparece en televisión. Y se imaginó al hombre en la misma situación, por la noche, apagando el aparato con indignación.
Cuando se bajó del colectivo se despidió del chofer, que le deseó buenos días otra vez y siguió su recorrido. En el asiento del fondo, Barcino continuaba dormido.