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domingo, 13 de abril de 2014

Correspondencia

En algún momento en mis horas de trabajo se me ocurrió esta forma de escaparse. Y bueno, habrá algunas mejores. Pero la que tuve a mano en ese instante, fue algo así.


La primera carta llegó a su casa un domingo por la mañana.
“Estimado Daniel Torres. Quizás aún tengas alguna reserva con respecto a lo planeado, pero puedo asegurarte que vos y yo nos las arreglaremos para sortear los inconvenientes. Que, dicho sea de paso, nunca suelen ser mayores. Es sólo cuestión de saber abordarlos y en ningún momento dudar de la decisión tomada. Por mi parte estoy buscando un lugar que se ajuste a lo que necesitamos. A vos te toca lo relativo a tu trabajo. Saludos.”
Era una carta manuscrita, sin firma. En el sobre no había remitente, sólo su nombre, Daniel Torres, y su dirección.
La segunda carta llegó cuatro días después, jueves. Y durante ese tiempo, la inquietud de Torres había aumentado. Descartó de inmediato la idea de que el correo hubiera cometido un error, ya que no era una carta enviada por correo. El sobre no tenía sello postal y el nombre del destinatario coincidía con su propio nombre. Intentó tranquilizarse pensando que era una broma de alguno de sus conocidos, porque el tono era de bastante familiaridad. Pero ése mismo domingo llamó a todos los que él suponía que podían estar detrás del anónimo y nadie se atribuyó la autoría. Luego de un día bastante malo, se fue a la cama convencido de que la nota tenía algo de amenazante. Esa noche tuvo pesadillas y casi no pudo dormir.
Al día siguiente, lunes, volvió de su trabajo y releyó una y otra vez la carta, atento a las palabras, a las frases y a la caligrafía. Pero no pudo dar con  ningún dato que hiciera referencia al autor.
Esa noche durmió mejor, pero se despertó cuando aún no había amanecido, con la cara empapada. Había llorado en sueños, pero no los recordaba.
El martes volvió a llamar a todos sus conocidos y tuvo la misma respuesta que dos días antes. Todos negaron haber enviado la carta. Algunos, hasta se ofendieron de que Torres siguiera dudando de ellos.
El miércoles se despertó enfermo y no fue a trabajar. Pasó todo el día en la cama y a la noche volvió a leer la carta. Por primera vez cayó en la cuenta de que había muchas más preguntas que responder aparte de saber quién era el autor. ¿A qué plan se refería? ¿De qué inconvenientes hablaba? ¿Qué era lo que el otro estaba buscando y a qué necesidades tenía que ajustarse? ¿Qué era lo relativo a su trabajo? Eran muchas preguntas y le extrañó que no se las hubiera hecho antes. Pensando esto, en algún momento de la noche se durmió con la carta entre las manos.
Al día siguiente, jueves, lo despertó alguien que llamaba a la puerta de su casa. Era un cartero.
Esta vez, el sobre tenía destinatario y un sello de la república de Francia.
“Estimado Daniel Torres. Surgió un inconveniente con el lugar que había encontrado para vos. Una lástima, porque estaba ubicado en Montparnasse, y creo que te hubiera gustado. La dueña no estuvo de acuerdo con el precio y  no fue posible negociar. Pero bueno, seguiré buscando. ¿Cómo va tu parte? Espero que ya hayas avisado en tu trabajo. Verdier está ansioso de conocerte y charlar con vos los detalles de cómo te gustaría disponer tu oficina. Saludos.”
Torres leyó la carta tres veces y estaba tan abstraído que se sobresaltó cuando el médico de la empresa tocó el timbre de su casa. Recién entonces cayó en la cuenta de que era jueves y tampoco había ido a trabajar ni había avisado. Mintió un malestar estomacal, que el médico creyó a medias, pero que sirvió para justificar las dos ausencias. Aunque tenía que reincorporarse al día siguiente.
Una vez solo, Torres volvió a la carta. Contenía mucha más información que la primera. Pero no aclaraba nada, sino que por el contrario, dejaba más preguntas sin respuesta. Alguien en París estaba buscando algo para él, Torres. Un departamento o una casa. Se trataba de un alquiler o una compra. Parecía que todo estaba arreglado, pero no. Había que seguir buscando. Mientras tanto, un tal Verdier estaba ansioso por hablar con Torres sobre una oficina. Quizás el sitio en Montparnasse y la oficina fueran lugares diferentes. Pero todo eso no dependía de él, ya alguien estaba ocupándose. Lo que más intrigaba a Torres era qué se suponía que tenía que avisar en su trabajo.
Durante el resto del día, Torres se sintió más tranquilo. Pensó en distraerse un poco ya que había pasado una semana bastante nervioso, así que fue al cine y luego a cenar. Esa noche soñó con una ciudad sumergida en el fondo del mar.
Durante los diez días siguientes volvió a la rutina cotidiana. Fue a trabajar, visitó algunos amigos e hizo las compras para el resto del mes. Y un lunes recibió la tercera carta, que venía en un sobre con un sobre más pequeño dentro.
“Estimado. ¡Encontré un departamento fabuloso! Está en el barrio de Montmartre, cerca de la basílica de Sacré Cœur. Es un cuarto piso sobre una calle muy tranquila. Estoy seguro de que va a ser de tu agrado. Verdier ya habló con Couturier y me preguntaron si ya habías solucionado lo de tu trabajo en Buenos Aires. Les dije que sí. Ya lo hiciste, ¿no? Están muy entusiasmados. Andá pensando en el veinte de este mes. Pd. En un sobre adjunto va el adelanto prometido. Saludos.”
“Ya es una tranquilidad. La cosa va encaminada”, pensó Torres, abriendo el sobre que contenía el dinero. “Si Verdier y Couturier están tan entusiasmados, la cosa va bien.” Pensó también que el cuadro en general se veía mejor, aunque todavía no entendía muy bien qué se esperaba de él.
Diez días después, recibió un sobre en su casa. Éste tenía remitente y fue necesario que firmara el recibo. Era de una compañía aérea, que lo felicitaba porque el señor Torres los había elegido para su vuelo y adjuntaba el pasaje impresos. Asimismo, le recomendaba que el día previsto se presentara dos horas antes en los mostradores de la empresa en el aeropuerto, para despachar el equipaje.
Esto lo sobresaltó. No tenía nada preparado. Tuvo que salir esa misma tarde a comprar dos valijas, una grande para despachar y otra más pequeña, como equipaje de mano. Una carta lo esperaba cuando volvió a su casa. Dejó las valijas y la leyó.
“Daniel. Si no calculo mal, hoy habrás recibido el pasaje. Como ves, pude arreglar todo para que salieras el veinte. No voy a poder ir a buscarte al aeropuerto, espero que no te moleste. La dirección del departamento es 15, Rue Dautancourt. En cuanto llegues a Charles de Gaulle, debés tomar el tren B hasta la Gare du Nord, allí tomar el tren E hasta Saint Lazare y luego la línea 13, hasta La Fourche. La Rue Dautancourt está a dos cuadras, no te podés perder. Te va a esperar la señora Dunois para entregarte las llaves. Saludos”.
Faltaban aún diez días, pero a Torres no le pareció mucho tiempo. Esa misma noche armó las valijas y se dio cuenta de que iba a necesitar una valija más. La compró al otro día. También compró algunos libros y dos corbatas. Dejó en orden la casa e hizo una copia de sus llaves para una vecina de confianza que iba a encargarse de las plantas y de mantener la limpieza. Llegó el día de la partida y camino al aeropuerto recordó que no había ido a trabajar en los últimos diez días ni había avisado. Al llegar a Ezeiza, llamó por teléfono para avisar que se iba. Se enteró en ese momento que de todas formas lo habían despedido. La secretaria que lo atendió estaba perpleja. Quiso comunicarlo con el jefe, pero Torres le dijo que no tenía tiempo, que ya lo llamaría. O no. Luego despachó las valijas, tuvo tiempo de tomar un café y subió al avión.
Dieciséis horas después, entraba al 15, Rue Dautancourt. Era un departamento con dos habitaciones, un baño, una cocina y una sala. Las alacenas y la heladera estaban bien provistas. Desde el balcón se podía ver la cúpula de la basílica. Sobre el escritorio de la sala, encontró un sobre con su nombre.
“Espero que hayas tenido un buen vuelo. Me hubiera gustado ir a buscarte al aeropuerto, pero me fue imposible. ¡Igual, si estás leyendo esto, es porque encontraste el lugar! ¿Qué te parece París? Y lo que viste no es nada. Ya vas a ver que con el correr de los días, ¡se pone mejor! En el primer cajón de la derecha en este escritorio vas a encontrar un celular. Ahí está el número de Verdier. Hoy descansá, pero mañana llamalo. No lo pospongas. Pd. En el cajón de la izquierda tenés papel, lapicera y la guía de Buenos Aires. Ya sabés lo que tenés que hacer”.
Torres desempacó algo de ropa, se dio una ducha y durmió una siesta. Al despertarse se preparó un café y fue hasta el escritorio. Del primer cajón de la izquierda sacó las hojas y la lapicera. Pensó durante unos minutos, mientras tomaba el café. Buscó opciones, consultó la guía y escribió la carta, que comenzaba diciendo:

“Estimado Agustín Ramos. Quizás aún tengas alguna reserva.”

martes, 1 de abril de 2014

Linchamientos y Micro relatos

Al parecer, hay gente que decide seguir las enseñanzas de Lynch.


Pero no de David Lynch, lo que sería sin dudas un poco más sano. 

No. Las enseñanzas de algún Lynch epónimo, que habrá dado origen al acto de juicio y castigo público que elige ser rápido, violento y arbitrario. 

¿Por qué? Tal vez haya gente que está cansada de... bueno, no. No hay cansancio tan grande que justifique que una turba mate a un solo individuo. Ni a dos, ni a ocho, ni a veinte. 

Tal vez sea porque hay Estados que no cumplen con lo que... y... no. No suena creíble que porque un Estado tenga tal o cual defecto haya que salir a repartir lecciones de criminología aplicada. 

Tal vez sea el clima, la temperatura que afecta a... las... este... Parece que no. En Buenos Aires no varió tanto tanto el tiempo estos últimos días. 

Bueno, vamos. Será una cuestión de discurso. Hay en el aire siete u ocho frases que se transmiten por altoparlantes en cada esquina, en cada puesto de diarios, en cada bar, en cada butaca de acompañante de los taxis, en cada radio am. Y hay personas que las adoptan como si fueran La Verdad Revelada (porque todavía creen en La Verdad Revelada). Adoptan las frases hechas, los lugares comunes, los dichos que todos sabemos y que cada tanto se nos repiten solos en la cabeza. Frases hechas que sacan su fuerza de la repetición con la que son dichas y de la pereza del que las dice, que no se preocupa por estirarse un poquito a ver si son tan ciertas como parecen. 

Y sí, los linchamientos deben ser producto de la pereza mental. Todo está en el lugar que tiene que estar; las palabras significan lo mismo de siempre; la gente camina siempre por la misma calle; al que madruga dios lo ayuda; si hoy te roban, mañana te matan; les cortás las manos y no roban más. Me convence esta explicación. El que lincha no es un resentido: es un perezoso, un vago, que necesita confirmar lo que ya sabe y que su mundo siga igual de ordenado que siempre; si para eso debe recurrir a la violencia, bueno, pues allá va. 

¿Y qué hace uno cuando lo único que tiene a mano son las palabras?
¿Y qué hace uno que trata de no ser tan displicente y quiere jugar un poco con las palabras?
Se me ocurre, a ver qué les parece, romperlas un poco, buscar las sillas con las patas rotas, la palabra fuera de lugar. Pongamos por caso:

Un puente decide suicidarse y se tira desde lo más alto de un hombre.

o

Una cabeza se apura para llegar a su cita con una maceta que cae desde un cuarto piso.

o

Un hombre solitario cae muerto en medio de su habitación. Como nadie lo ha visto morir, se pone de pie, se sacude el polvo de la ropa y sale a la calle. 

o

Una mujer decide escribir su biografía. Relata su vida hasta el momento en que decide escribir su biografía y relata que escribe su biografía hasta el momento en que decide escribir su biografía y relata que escribe su biografía hasta el momento en que decide escribir en su biografía y relata que escribe su biografía hasta el momento en que decide…

o

Por la mañana, un hombre despierta en su casa. Comprueba que removieron sus muebles, donaron su ropa, repartieron sus libros y cuando pronuncian su nombre no se refieren a él. Por la tarde entiende que se ha vuelto un fantasma. Se retira en silencio antes de que se ponga el sol.

o

Una casa decide que no le conviene continuar abandonada. Limpia su jardín, arregla su tejado, limpia su fachada, expulsa a los fantasmas, pinta sus paredes y remueve el polvo, prepara café y se sienta sobre sus cimientos a esperar.

o

Una araña es imprudente. Teje su tela demasiado cerca de las moscas. Quizás atrape alguna y no sepa qué hacer con ella.

o

Un piano se cansa de su dueño y aumenta medio tono todas sus cuartas. 

o

Buscando un remedio al óxido, una máquina de escribir abandonada trabaja sobre la última novela que escribieron en ella. Elimina adverbios, deshecha adjetivos, recorta pasajes redundantes, se detiene en descripciones incompletas. Al finalizar, lee el trabajo, pero aún no se convence. Vuelve a empezar.

¡Qué sé yo! 
Tal vez si la gente jugara con las palabras un poco más, si se deseara lo por venir, los viajes y lo extraño, aparecerían ideas nuevas, otras imágenes.
De lo que estoy seguro, es de que mientras escribía esto, en las cercanías no murió nadie.

Creo.

Pablo.