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lunes, 28 de julio de 2014

La pasión en el barrio San José

—Te tengo que contar algo que no sabe nadie
y en sus ojos no se asoma el secreto, sino la pasión.
En el barrio el fútbol es importante y su convocatoria es ruidosa, casi como en cualquier otro barrio. Aumenta los decibeles el fin de semana, en especial el sábado, cuando juega Temperley.
Esa es la pasión visible y masculina.
Pero no es la que mueve los hilos.
La otra, más callada, menos enfática.
Femenina.
¿Cuál es? No es fácil decirlo en una palabra, porque es compleja y a la vez absurda de tan sencilla. No se la grita, está, no se ve, se siente, es muda, pero se escucha. Difusa, imprecisa, propiedad de las mujeres.
Y los hombres, inundados de tanto ser machos y concentrados en su potencia la intuyen pero no la pueden nombrar.
—Es una cosa que ni sé cómo explicarte
dice ella, que tampoco puede nombrar su pasión porque es mujer pero el único que conoce es el idioma que usan los hombres.
¿Y entonces?
Entonces la sienten. Y buscan alguna forma de manifestarla, como un recipiente para eso que sienten y resiste las palabras.
Hace años fue la costura. Y antes de eso fueron las huertas. Hoy tiene la forma del juego.
—Anteanoche me dio treinta pesos para que le comprara antibióticos porque le dolía la cabeza. ¿Qué antibióticos? Le subió la presión porque estuvo todo el fin de semana chupando.
Para ellos hay Boca, Temperley, Lanús, múltiples nombres, pero un solo lugar: la cancha.
Para ellas no es cuestión de territorios.
Están las que buscan comunidad y reconocimiento pasan dos noches por semana en las mesas de cartas de Lucero, la brasilera, o de Cacho Tarico que presta la casa y sólo prepara los mates y vacía los ceniceros.
Están las más ansiosas que se dedican a la quiniela en el boliche de Ana, intermediaria de los sorteos de nacional, provincia, tómbola, mendoza, santa fe, Santiago, salta, a la matutina, a la vespertina, a la tarde, a la noche.
Las que eligen el bingo, lo más cercano que hay en el conurbano a Las Vegas, a las luces de colores y el ruido mundano que hasta los noventa sólo se veía en la tele pero que ahora está a un colectivo de distancia, una pequeña porción del estilo americano sino de vida, de juego.
—Con treinta pesos no comprás nada –me toma el antebrazo y le tiembla la voz–, dos boletas de loto, nomás.
Y están las soñadoras. Las que juegan cada tanto, las retraídas, que viajan a la estación, se meten en una agencia de lotería mirando por encima del hombro esquivando la mirada de los vecinos. O de los familiares.
—Andaba por Lomas. Y pasé por la agencia y se me prendió la lamparita.
No tienen vergüenza de jugar. Tienen vergüenza de que descubran que desean, que quieren ganar dinero de golpe y viajar, comprar ropa linda, ver otra gente, enamorarse.
—Cuando me quise acordar, estaba adentro. Y los números se me vinieron de golpe. Doce números, alcanzaba para dos boletas. Los jugué y salí. ¡Si me preguntabas qué había jugado, no tenía ni idea!
No. No tienen vergüenza.
Es que cuidan su deseo.
—No le compré nada. Total, cuando llegué estaba dormido. Y lo vi ahí, tirado en la cama, roncando y la habitación inundada de olor a vino agrio. Sentí asco, está mal que lo diga, pero era asco el que sentí.
Y el juego les permite pensar que tal vez hay otra vida, que no todo tiene que ser eso que ya conocen, que tal vez alguien las desee como ellas desean otro cielo, que en el mundo hay un lugar donde a ellas las respetan. Un lugar donde no hay aliento a alcohol, ni sexo a la fuerza y escaso, ni cachetadas ni humillaciones. (Le tengo enfrente y recuerdo un moretón, sutil, ya viejo de tres días). Esa es su pasión triste, la que está detrás de las cartas, los números, las luces de colores. Su pasión es soñar con otra vida.
Algunas sueñan bajito. Otras, poco. Pero ella, sentada delante de mí bajando la voz para que nadie la escuche, sueña cada tanto, pero alto.
Y así, ya sin soñar, en un susurro, me dice que lo de siempre no se repitió. Que con una boleta acertó cinco de seis. Y con la otra seis de seis. Y que todo el pozo es de ella.
—¿Te das cuenta?
Me doy cuenta pero me quedo mudo.
—Voy a poder viajar -y levanta las dos manos enlazadas, como una nena que  pide un favor-. De esto, nada a nadie. ¡Por favor!
Y yo que me distraigo calculando las probabilidades y las posibilidades de ganar como ganó ella, tardo en escuchar que
—Lo que no sé es si estará bien
y no entiendo lo que dice. La miro y ella como si no tuviera nada qué agregar.
Al final, comprendo.

Por eso no me sorprende cuando unos días después aparece el marido en la unidad sanitaria, borracho, llorando con el nene en brazos. Que ella lo dejó. Que no se lo esperaba, que es una cualquiera. Que seguro se fue con un macho. Que esas son así, se calientan y dejan hasta al pibe. (Lo veo a él y al hijo; los conozco poco a los dos; lo recuerdo a él borracho inundando todo con aliento a alcohol; no me producen nada. nada).
—¿Te parece a vos? ¿Te parece?
me dice. Tambalea y tiene que apoyarse en la pared para no caerse
—Como macho te pregunto, ¿te parece?
y trato de hacerme a la idea, pero para esta hora debe estar muy lejos, porque no puedo imaginar por dónde andará. Pienso qué hubiera hecho ella si no hubiera jugado esas dos boletas. ¿Y si no hubiera acertado? ¿Si no hubiera tenido suerte?
Pero tuvo.
Él me mira. Y espera que le conteste como macho. Si eso quiere le doy el gusto: lo miro, me encojo de hombros y como macho le contesto
—Qué sé yo

Él se larga a llorar y a mí su llanto no me produce nada.

miércoles, 23 de julio de 2014

El chico de la luz


—¿Cuándo es martes?, pregunta. Y resulta que no es tan obvia la respuesta. No vale
—Después del lunes y antes del miércoles
Y tampoco vale
—En una semana
Porque
—¿Cuándo es una semana?, después de mirarme con desconfianza.
Por lo demás, ¿por qué iba a confiar él? Si en ocho años de vida resulta que soy el primero que le viene a hablar de días martes, de semanas y esas cosas. En sí, del tiempo, que hasta ayer no existía para él.
Y entonces viene a la unidad sanitaria todos los días, se asoma por la ventana y pregunta
—¿Hoy?
—No. Hoy es miércoles.
—Bueno.
Y se va calle arriba, a su casa que antes fue casilla y que se armó junto a una calle que antes fue entubado y antes de eso aún un río contaminado.
Hoy es un río, igual de sucio por las curtiembres. Pero ahora corre por tubos debajo del asfalto. Río contaminado, que se huele pero no se ve.
Y ahí va él entonces, a su casa, sin saber del río, aunque las manchas en su cara vienen de eso que corre bajo la calle.
—¿Hoy?
—No. Hoy es jueves.
En la salita se ríen de su insistencia. Porque es de él, que viene solo, sin que lo mande ningún adulto. Y porque lo desconocen, tan preocupado por algo que no sea cascotear los vidrios de la fábrica abandonada o perseguir a los perros con una rama finita pero sádica.
Bien mirado, él es uno más. En el sufrimiento, es parte del barrio. Tanto como los que quedaron con miedo desde el último viento que les voló los techos de chapa, como los que se angustian de tanto no trabajar como los que se quedaron del otro lado cuando la escuela cerró las puertas.
Cosa curiosa, el martes no pregunta si es el día. Viene y sonríe. Sabe que sí, que hoy sí.
Y ahora ya está. Ya hay tiempo. Ya hay pasado y presente y futuro.
Y me pregunto si en realidad será bueno el juguete metafísico que el chico acaba de encontrar. Porque con el tiempo viene el ansia, la espera y la nostalgia.
Pero eso es mío.
Él, sin tiempo que perder, ya encontró los dados y espera que me sume al juego.
Tiempo, azar y números. Ya no existen para él sólo la pobreza, el entubado y las chapas. Ahora también existe la posibilidad de que todo eso no esté, levanta la mirada que no es la de los ojos y mira que otros lugares también puede haber, que los ríos que se sienten y no se ven pueden faltar y que los tornados no tienen por qué llevarse los techos.
Y otros vienen. Y juegan en el patio de la salita o en la calle, porque él los convoca. Hasta les enseña a jugar con dados un juego que él inventó, donde no se suman puntos, sino que se restan.
Hasta que un mal día caen los postes y con ellos la electricidad del barrio. O malos días, mejor dicho, porque la oscuridad dura una semana.
La empresa devuelve el suministro por sectores y despacito, no vaya a ser cosa que nos olvidemos que este es un barrio pobrísimo. Y a la casa del chico le toca la luz antes que a la unidad sanitaria.
Llegado el martes, su martes, se encuentra con la sala a oscuras.
—¿No tienen la luz?
Escucho a través de la ventana.
—No.
Responde la enfermera que toma mate en la entrada.
—¿Quieren luz? Yo en mi casa tengo. Ahora les traigo.
Pasa un rato y escucho que la enfermera dice con sorna
—¿Y la luz?
Y él
—Mi mamá no me dejó traerla.


Ese día juega, pero está triste y se le nota. Y yo no puedo dejar de preguntarme qué es lo que hubiera pasado si la mamá lo hubiera dejado traer la luz.