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lunes, 2 de febrero de 2015

Sábado Inglés

   Arlt se lamentaba, en un aguafuerte porteña, que los sábados a la tarde muchas personas lo destinaran a dar vueltas por la ciudad. Esa costumbre recién se instituía a principios de siglo y se la llamaba "sábado inglés".


   Esto me sucedió el sábado por la tarde.

   Cerca de plaza Italia, mientras contemplaba un abanico de opciones, una más malhadada que otra, me crucé con un amigo que hace 6 años que no veía. Incluso me costó reconocerlo, de tan cambiado que estaba. En cinco cuadras me puso al tanto de sus últimos años, me preguntó si sabía de algún laburo y me aseguró que estaba muy drogado, que disculpara su verborragia. Insistió en acompañarme a la parada donde yo tenía que tomar el 188. Cuando el bondi llegó nos despedimos. (Me pidió un salvavidas y no estoy seguro de haber podido dárselo). Un segundo después, ya dentro del colectivo y después de sacar el boleto, el colectivero me dice:
   Disculpame, ¿vos viajás siempre?
   Seguido, no siempre.
   ¿Conocés el recorrido? Porque yo soy de otro ramal, hoy me pusieron acá y no me sé las calles.
   No era una joda y yo era el único pasajero.
   Así que entre los dos fuimos reconstruyendo el recorrido, a los ponchazos. Creo que tomamos un atajo y hasta me parece que volvimos atrás y tuvimos que retomar. (Si alguien esperó demás el 188 el sábado a eso de las 19, sepa disculpar).
   Hasta el momento en que me bajé, el chofer me contó su vida y lo poco que cobra a fin de mes. Me confesó la cruel aceptación del hecho de que sabía que no iba a durar mucho en el trabajo. Un poco de melancolía se le escapaba en los dichos. Sólo interrumpida cuando subía algún pasajero preguntando si pasaba por tal o cual calle, obligándonos a debatirlo entre nosotros dos. En Brasil y Deán Funes me bajé y le deseé toda la suerte que estuvo a mi alcance.
   Si Roberto Arlt está vivo y escribiendo en otro mundo, una de dos: o me está presentando sus personajes de a uno o yo mismo me estoy convirtiendo en uno de ellos.

Once Cuántico

   La zona de estación Once es muy rara. Ahí presencié, desde la fugacidad de un colectivo detenido, una escena compleja y mágica.
   Intro: la paradoja de Schröedinger plantea que si hay un gato encerrado en una caja con un gas venenoso, hasta que abramos la caja no podremos decidir si el gato vive o no. Está vivo/muerto. Es una paradoja de la física cuántica.
   Sobre avenida Pueyrredón acabo de ver una piba comprando una camisa en la calle. Llevaba puesta una remera roja que decía "Schröedinger cat's dead".
   Haber resuelto la paradoja no le impedía discutir con la vendedora:
   -Esta no me entra -decía la chica, camisa en mano.
   -Probátela -argumentaba la vendedora.
   -No. Ya sé que no me entra.
   -Si no te la probás, no vas a saber.
   -No necesito probarla. Ya sé que es chica -resolvió la piba.
   Era un problema: antes de probarla, la camisa entraba/no entraba, era indecidible. Así dirime ella las paradojas cuánticas, vía el pesimismo: el gato está muerto, la camisa no entra.
   Ríanse, pero es la primera persona que conozco con la entereza moral de actuar en concordancia con la inscripción de su remera.