—¿Cuándo es martes?, pregunta. Y resulta que no es tan obvia la respuesta. No vale
—Después
del lunes y antes del miércoles
Y tampoco
vale
—En una
semana
Porque
—¿Cuándo
es una semana?, después de mirarme con desconfianza.
Por lo
demás, ¿por qué iba a confiar él? Si en ocho años de vida resulta que soy el
primero que le viene a hablar de días martes, de semanas y esas cosas. En sí,
del tiempo, que hasta ayer no existía para él.
Y entonces
viene a la unidad sanitaria todos los días, se asoma por la ventana y pregunta
—¿Hoy?
—No. Hoy
es miércoles.
—Bueno.
Y se va
calle arriba, a su casa que antes fue casilla y que se armó junto a una calle
que antes fue entubado y antes de eso aún un río contaminado.
Hoy es
un río, igual de sucio por las curtiembres. Pero ahora corre por tubos debajo
del asfalto. Río contaminado, que se huele pero no se ve.
Y ahí va
él entonces, a su casa, sin saber del río, aunque las manchas en su cara vienen
de eso que corre bajo la calle.
—¿Hoy?
—No. Hoy
es jueves.
En la
salita se ríen de su insistencia. Porque es de él, que viene solo, sin que lo
mande ningún adulto. Y porque lo desconocen, tan preocupado por algo que no sea
cascotear los vidrios de la fábrica abandonada o perseguir a los perros con una
rama finita pero sádica.
Bien mirado,
él es uno más. En el sufrimiento, es parte del barrio. Tanto como los que
quedaron con miedo desde el último viento que les voló los techos de chapa,
como los que se angustian de tanto no trabajar como los que se quedaron del otro
lado cuando la escuela cerró las puertas.
Cosa curiosa,
el martes no pregunta si es el día. Viene y sonríe. Sabe que sí, que hoy sí.
Y ahora
ya está. Ya hay tiempo. Ya hay pasado y presente y futuro.
Y me
pregunto si en realidad será bueno el juguete metafísico que el chico acaba de
encontrar. Porque con el tiempo viene el ansia, la espera y la nostalgia.
Pero eso
es mío.
Él, sin
tiempo que perder, ya encontró los dados y espera que me sume al juego.
Tiempo,
azar y números. Ya no existen para él sólo la pobreza, el entubado y las chapas.
Ahora también existe la posibilidad de que todo eso no esté, levanta la mirada
que no es la de los ojos y mira que otros lugares también puede haber, que los
ríos que se sienten y no se ven pueden faltar y que los tornados no tienen por
qué llevarse los techos.
Y otros
vienen. Y juegan en el patio de la salita o en la calle, porque él los convoca.
Hasta les enseña a jugar con dados un juego que él inventó, donde no se suman
puntos, sino que se restan.
Hasta que
un mal día caen los postes y con ellos la electricidad del barrio. O malos días,
mejor dicho, porque la oscuridad dura una semana.
La empresa
devuelve el suministro por sectores y despacito, no vaya a ser cosa que nos
olvidemos que este es un barrio pobrísimo. Y a la casa del chico le toca la luz
antes que a la unidad sanitaria.
Llegado el
martes, su martes, se encuentra con la sala a oscuras.
—¿No
tienen la luz?
Escucho a
través de la ventana.
—No.
Responde
la enfermera que toma mate en la entrada.
—¿Quieren
luz? Yo en mi casa tengo. Ahora les traigo.
Pasa un
rato y escucho que la enfermera dice con sorna
—¿Y la
luz?
Y él
—Mi mamá
no me dejó traerla.
Ese día
juega, pero está triste y se le nota. Y yo no puedo dejar de preguntarme qué es
lo que hubiera pasado si la mamá lo hubiera dejado traer la luz.
Que hermoso!
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