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miércoles, 23 de julio de 2014

El chico de la luz


—¿Cuándo es martes?, pregunta. Y resulta que no es tan obvia la respuesta. No vale
—Después del lunes y antes del miércoles
Y tampoco vale
—En una semana
Porque
—¿Cuándo es una semana?, después de mirarme con desconfianza.
Por lo demás, ¿por qué iba a confiar él? Si en ocho años de vida resulta que soy el primero que le viene a hablar de días martes, de semanas y esas cosas. En sí, del tiempo, que hasta ayer no existía para él.
Y entonces viene a la unidad sanitaria todos los días, se asoma por la ventana y pregunta
—¿Hoy?
—No. Hoy es miércoles.
—Bueno.
Y se va calle arriba, a su casa que antes fue casilla y que se armó junto a una calle que antes fue entubado y antes de eso aún un río contaminado.
Hoy es un río, igual de sucio por las curtiembres. Pero ahora corre por tubos debajo del asfalto. Río contaminado, que se huele pero no se ve.
Y ahí va él entonces, a su casa, sin saber del río, aunque las manchas en su cara vienen de eso que corre bajo la calle.
—¿Hoy?
—No. Hoy es jueves.
En la salita se ríen de su insistencia. Porque es de él, que viene solo, sin que lo mande ningún adulto. Y porque lo desconocen, tan preocupado por algo que no sea cascotear los vidrios de la fábrica abandonada o perseguir a los perros con una rama finita pero sádica.
Bien mirado, él es uno más. En el sufrimiento, es parte del barrio. Tanto como los que quedaron con miedo desde el último viento que les voló los techos de chapa, como los que se angustian de tanto no trabajar como los que se quedaron del otro lado cuando la escuela cerró las puertas.
Cosa curiosa, el martes no pregunta si es el día. Viene y sonríe. Sabe que sí, que hoy sí.
Y ahora ya está. Ya hay tiempo. Ya hay pasado y presente y futuro.
Y me pregunto si en realidad será bueno el juguete metafísico que el chico acaba de encontrar. Porque con el tiempo viene el ansia, la espera y la nostalgia.
Pero eso es mío.
Él, sin tiempo que perder, ya encontró los dados y espera que me sume al juego.
Tiempo, azar y números. Ya no existen para él sólo la pobreza, el entubado y las chapas. Ahora también existe la posibilidad de que todo eso no esté, levanta la mirada que no es la de los ojos y mira que otros lugares también puede haber, que los ríos que se sienten y no se ven pueden faltar y que los tornados no tienen por qué llevarse los techos.
Y otros vienen. Y juegan en el patio de la salita o en la calle, porque él los convoca. Hasta les enseña a jugar con dados un juego que él inventó, donde no se suman puntos, sino que se restan.
Hasta que un mal día caen los postes y con ellos la electricidad del barrio. O malos días, mejor dicho, porque la oscuridad dura una semana.
La empresa devuelve el suministro por sectores y despacito, no vaya a ser cosa que nos olvidemos que este es un barrio pobrísimo. Y a la casa del chico le toca la luz antes que a la unidad sanitaria.
Llegado el martes, su martes, se encuentra con la sala a oscuras.
—¿No tienen la luz?
Escucho a través de la ventana.
—No.
Responde la enfermera que toma mate en la entrada.
—¿Quieren luz? Yo en mi casa tengo. Ahora les traigo.
Pasa un rato y escucho que la enfermera dice con sorna
—¿Y la luz?
Y él
—Mi mamá no me dejó traerla.


Ese día juega, pero está triste y se le nota. Y yo no puedo dejar de preguntarme qué es lo que hubiera pasado si la mamá lo hubiera dejado traer la luz.


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